domingo, mayo 25, 2008

Pérdidas

LA CANOA Y LA MUERTE

Por Claudio Magris



"La hamaca pequeña / está vacía... en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /... el agua del río fluye hacia los rápidos / - ¿fluye? -... las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti..."


El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previo que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas - es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que "la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa".


La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta - acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto - no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.


Es el escándalo intolerable, la herida de la muerte que, como la de Filoctetes, el héroe griego abandonado en la isla de Lemnos, no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire. "Lo finito no soporta la finitud. Por lo menos lo humano finito", escribe Rossana Rossanda en su Vida breve, libro de rara intensidad escrito junto a Filippo Gentiloni. "Los ojos de un animal moribundo", prosigue, "tienen un estupor insostenible." Desde luego, las cosas existen, y no sólo en la mente y en los sentidos que las perciben; "i robb in", los objetos son, dice un proverbio milanés. La realidad hayla, está ahí, irrefutable. Pero las cosas adquieren sentido en la manera en que se viven y son inseparables de las personas amadas con las cuales y por las cuales se viven, y cuyo rostro - se dice en la Conchiglia [Concha] de Marisa Madieri - "se diluye en las cosas, confiándose a ellas", queda custodiado por ellas al mismo tiempo que custodia, que encierra en sí su significado. Cada una de las personas que amamos está entretejida en nuestra vida, es una parte de nosotros que contiene una parte del mundo; es un horizonte, en el que se colocan las cosas, que pueden quedar borradas si ese horizonte se desvanece, como quedan borradas las imágenes en una pantalla que se apaga.


Los hombres y las cosas de sus vidas - sobre todo los lugares - se compenetran y se confieren recíprocamente valor; algunos lugares se bastan por sí solos para hacernos compañía, porque contienen, como los círculos en el tronco de los árboles, la existencia que se ha vivido en ellos y a las personas con las que se ha compartido esa existencia, contribuyendo a darle forma y sentido. Para los viejos, los lugares impregnados de su vida terminan por serles más necesarios que las personas gracias a las que esos lugares asumieron en el tiempo aquel significado.


El anónimo poeta piaroa podría decir por consiguiente también lo contrario, extraer confortación de la presencia de aquel río, de aquel viento, de aquella luna y aquella canoa, sentir y encontrar en ellos a esa persona amada, presente y viva como ellos, y sentir la continuidad más allá de la laceración. Los dos sentimientos no se excluyen, sino que se integran respectivamente, merced a ese privilegio de la poesía de estar más allá del principio de contradicción, privilegio que puede permitirle expresar en el mismo verso la felicidad y la desesperación, decir que la vida tiene sentido y al mismo tiempo que es absurda. Las filosofías, las religiones o las psicologías de alguna manera tienen que entender, interpretar, exorcizar o clasificar a la muerte, mitigar su anómala incomprensibilidad e irrepresentabilidad, encajarla en los moldes del concepto y de la mente, lo mismo que la desmesura del cielo queda encuadrada en el marco de una ventana. A diferencia de ellas, la poesía, que no por eso es superior o más profunda, se despreocupa de las consecuencias de sus propias epifanías, aun en el caso de que éstas puedan llegar a ser devastadoras para el orden de la vida.


Cabe que la muerte sea incluso benéfica y ahorre infinitas desolaciones a una vida inmortal; no en vano el Judío errante, en la leyenda, está condenado, como máxima pena, a la imposibilidad de morir. La existencia del individuo está constituida también por el resto de las existencias que le acompañan, y se ensancha hasta abarcar a quienes le han precedido y a quienes vendrán detrás de él; cada uno se apoya y al mismo tiempo recibe el peso de la solidaridad y la responsabilidad de la especie. Tal vez también nosotros, observa Giuliano Toraldo de Francia, seamos como las partículas elementales, que van continuamente más allá de ellas mismas, generando otras del seno de sí mismas y de las virtualidades que llevan consigo.


Pero todo ello no aminora el escándalo del sufrimiento y la muerte. El poeta piaroa, que tras la desaparición de una persona amada ha oído el susurro de las hojas y ha visto fluir el agua como si nada hubiera sucedido, ha captado para siempre un estupor indecible, el dolor de que el universo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel infidelidad e indiferencia de todo sobrevivir.

1996

domingo, mayo 04, 2008

Avenida Gogol

Avenida Gogol



Por Diego Alfaro Palma



“No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la avenida Nevski” son las palabras de Nikolai Gogol, un hombre que caminó por ella, portando seguramente un abrigo perfecto para las tardes de viento, que por su altura, podía incluso cubrir su naríz de los vendavales provenientes del Mar Báltico. En aquella “perspectiva” (como eran llamadas en Rusia estas largas calles) se reunía hacia 1840 lo mejor de la capital de un imperio contradictorio, donde entrechocaban a las miradas del público las novedades de la Europa ante los brillantes escaparates, al tiempo que el poder rondaba con sus altas botas divisando cualquier asomo de desorden.


Tras la publicación de sus cuentos costumbristas, con un alto voltaje imaginativo, Gogol arribó a San Petesburgo, una urbe de completo distinta a sus escenarios rurales, y que le serviría de material para crear sus relatos de paseantes y fantasmagóricos sucesos en una ciudad igualmente fantasmagórica. Fundada 1703 por el emperador Pedro El Grande junto a la desembocadura del Neva, su edificación fue uno íconos más imponentes de la modernización que el zar llevó adelante, renovando así la visión de una Rusia sumida en la Edad Media y el feudalismo. Sin embargo, esto no quitó que ese gran continente que es Rusia avanzara a la par con los demás países de Europa, sino al contrario, pasado el tiempo la ciudad con sus inquietante arquitectura pasó a ser un oasis de la Modernidad diseñado sobre pantanos, que los habitantes de todas sus épocas recuerdan por lo temidas que resultaron.


En sí, Petesburgo es la ciudad de aquellos que buscando una vida la perdieron. Su instauración tuvo un costo humano que sirvió a los zares como ejemplo de la lucha del hombre contra naturaleza, pero que pasado cierto tiempo se convirtió en la concentración máxima del poder absolutista, la barrera contra Napoleón, la capital de la revuelta decembrista de 1824 y la europea de 1848, el sitio de la Revolución Rusa y la impenetrable fortaleza contra la invasión Nazi que costó millones de vidas.


Y es la revuelta de los decembristas uno de los puntos de inflexión en la historia de sus barrios y grandes palacios. Los ánimos de aquellos hombres que se enfrentaron con sus ideas liberales a un imperio caduco intelectualmente, fueron aplacadas, tras la toma de la Plaza del Senado, por el zar Nicolás I. Como nos dice B.H. Summer en su Historia de Rusia: “la sublevación fue sofocada pronta pero sangrientamente. El efecto sobre su sucesor, el zar Nicolás I, fue que se convirtió en mayor grado aún en un ordenancista de parada y en un firme creyente en la necesidad de un estado fuerte, inquisitorial aunque en apariencia paternalista”[1]. En efecto, las consecuencias fueron mayores de las que lograron imaginar sus súbditos, creándose un imperio “policial” que terminó por abolir “el lujo pernicioso de los conocimientos a medias”, como fueron catalogadas gran parte de las ideas liberales y los asuntos de tipo filosófico modernos.


Todo esto desembocó en los márgenes del Neva como una gran erupción de genios literarios. En el ensayo del Vizconde E.M. de Vogué titulado “La literatura rusa” –que es uno de los primeros panoramas del arte escritural del periodo zarista del siglo XIX- se define así la escabrosa situación político-social del momento: “Las condiciones impuestas a la sociedad rusa impedían toda manifestación de estos talentos en estudios históricos o filosóficos, en la oratoria política y en el periodismo; no les estaba permitido más que una sola manera de expresar sus pensamientos, y ésta era la ficción novelesca”[2].


Entre aquellos genios estaban el célebre Pushkin, el descorazonado Lermotov, el joven Dostoievsky, el crítico Turgeniev y posteriormente el monumental Tolstoi. Por aquellas avenidas de San Petesburgo caminaba Gogol, quien se unió a las lides literarias prematuramente, y que con sus “Cuentos de San Petesburgo” logró captar la atención de un público necesitado de nuevas ideas y de libertades que sólo pudo encontrar en la literatura.


El centro de este ensayo trata la descripción de un artista y de la sociedad de aquel momento a los ojos del cuento “La avenida Nevski” escrita por Gogol, y que resulta ser un paralelo interesante con el polémico poema de Pushkin “El caballero de Bronce” y la concepción urbana que poseía en Francia Charles Baudelaire. La problemática de literatura y poder será puesta nuevamente en juego en estas líneas, en el intento de esbozar las pretensiones artísticas de un autor que vivió bajo una de las censuras más extremas de la historia.




I

“Todo lo que encuentre usted en la perspectiva Nevski está impregnado de conveniencia” asevera el hablante del cuento “La avenida Nevski” y que, a primeras no parece una voz propia de las modas estéticas de su tiempo. La pluma de Gogol goza de una prudente ironía, con la cual logra describir desde los asuntos más mínimos del acontecer rutinario hasta las desgracias románticas de sus personajes. Como ha dicho el teórico Marshall Berman, el autor “sin aparente esfuerzo (o siquiera conciencia) inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la calle urbana, en que la calle misma es la heroína”[3].


Su estrategia de ataque, entre la ironía y los últimos retazos del romanticismo en su escritura, resultan ser una amalgama atrayente para cualquier lector de nuestra época, esto pues su capacidad enumerativa se proyecta desde un tono inicial sumamente cortés, que llega a ser patético e incluso cursi, para así contar detalladamente cada uno de los sucesos ocurridos en la avenida. Y es ésta como argumente Berman, el polo de acción de los tormentos y suspicacias del pintor Pishkarev y del teniente Pigorov, la heroína de un cuento donde ella misma es su comienzo y su final.


“¡Cuanta fantasmagoría se forma en ellas tan sólo en el transcurso de un día! ¡Qué cambios sufren en veinticuatro horas!” nos dice el narrador refiriéndose a sus aceras, hacia las cuales se asoman los escaparates de los almacenes y una vida compuesta por las distintas capas de la sociedad, desde las señoritas de buen vestir a los altos cargos del ejército, de los adormilados funcionarios a los artesanos y mendigos. Es este “cambio” mencionado el que nos atrae por su interés, ya que en cierta manera es una definición prolija de lo que suscita la modernidad. En “El pintor de la vida moderna” Baudelaire afirmaba algo similar: “(…) Hay en la vida trivial, en la metamorfosis cotidiana de las cosas exteriores, un movimiento rápido tal que exige al artista una velocidad de ejecución igual”[4]. Y es esto lo que constituye la elaboración formal del cuento, pues cuando Gogol se permite informarnos del acontecer diario de la calle, su narración se fragmenta en la caracterización de cada una de las horas y de los habitantes que se desplazan por la avenida. Es el cambio, por lo tanto, uno de los aspectos formativos del drama de estas aceras, socavadas por un la fuerza de un poder y por sus arquetípicas influencias religiosas, y con el cual Gogol se contrapone desde una mirada netamente moderna, es decir, de la disidencia.


Así pues desde la mañana “está lleno de viejas con vestidos rotos y envueltas en capas, que asaltan primeramente las iglesias y después a los transeúntes compasivos”. En sus primeros minutos Nevski no goza del glamour ni de la pomposidad, sino que subversivamente el autor retrata esa vida de ropas ajadas y malolientes, de aquellos que se arrastran por un poco de comida. Este no es un gesto romántico, al contrario, es la puesta en escena desde el comienzo de la obra de un mundo subterráneo y poco tratado por su antecesor Pushkin, que nos sorprende por la revelación que suscita atacar los cánones de lo “políticamente correcto”. Sin duda esto se conecta con lo que posteriormente va a ser la idea central de su novela “Las almas muertas” en que el tratamiento de la servidumbre será la espina en el cuello para una sociedad acostumbrada a las apariencias.


De a poco, siendo las doce, comienzan a aparecer los artesanos, y ya con mayor altura es descrita, la aparición de los preceptores y sus discípulos. “Los Jones ingleses y los Coco franceses llevan colgados del brazo a los alumnos que les han sido confiados”, que junto con las misses eslavas y sus “móviles muchachas” se abren paso en un imperio que tiene en sus manos el control total de las materias de estudio. Es posible que en ellos se vea el mismo Gogol, asistiendo a su Liceo de provincias, para luego proyectar en ellos el terrible destino que Eugene Oneguin de Pushkin nos cantaba en sus versos, es decir, la experiencia de aquellos hombres que recibieron una generosa instrucción y que ante la maquinaria estatal quedaron inmóviles, sobrantes, en una sociedad estrictamente estratificada.


Pasadas las horas el relato se vuelve más incisivo. A la aparición de los empleados públicos el tono se vuelve indeleblemente irónico:

“(…) Se unen también aquellos a quienes el destino, envidioso, depara la bendita categoría de ‘funcionario’ encargado de importantes asuntos: se unen los que, empleados en el Ministerio del Exterior, destacan por la nobleza de sus ocupaciones y costumbres. ¡Dios mío! ¡Qué empleos y servicios tan maravillosos existen!... ¡Cuánto elevan y regocijan el alma! Pero… ¡Ay de mí!... Yo, por no estar empleado, he de privarme del gusto que me proporcionaría el fino comportamiento de los superiores…”

Sin duda esta descripción puede causar una ligera risa en un lector serio. El impulso irónico de Gogol es implacable y a la vez sorprendente, puesto que notamos lo afilada que es esta arma en manos de un maestro. Probablemente para los encargados del sistema de censura de Nicolás I este pasaje puede sonar incluso ingenuo, pero es una ingenuidad que a todas luces pasa de lo sincero a lo grotesco, siendo su crítica corrosiva, saltando luego a afirmar que Nevski está “impregnado de conveniencia”. Pasan de esta manera las largas levitas, los sombreros, los pañuelos multicolores, los perfumes, asemejando las mangas de las mujeres a dos globos de oxígeno “hasta el punto de que la dama podría elevarse en el aire si el hombre no la sujetara”. La despoblación y la vuelta de la muchedumbre en la avenida, se caracterizan por este tipo de alusiones fantásticas, fantasmagóricas, que nos recuerdan la prosa de Juan Emar. Aun, más adelante, el narrador continúa: “En la perspectiva Nevski, de repente, se hace la primavera; toda ella se cubre de funcionarios de uniformes verdes”. Para ojos atentos esto puede sonar completamente surrealista, en el sentido del surgimiento de imágenes oníricas que irrumpen en la “realidad”.


La sonrisa de los nobles “que es una obra maestra”, o la cabeza gacha de los “eficientes” funcionarios de corte, los jóvenes solteros aparecidos de la noche y los almirantes raspando con su sable la vereda son parte de esta fauna ridiculizada. Como comentaba Vizconde E.M. de Vogué en su artículo estas son formas de mostrar la superficialidad de una Rusia gangrenada, agregando que “los personajes evocados por Gogol palpitan con vida intensa; y aunque casi todos son grotescos que a primera vista provocan risa, pronto nos hacen reflexionar profundamente sobre el estado social de Rusia. Los rusos – escribía el autor en una de sus cartas– se espantan de ver su propia insignificancia”[5].


Hacia el final ese mismo Gogol nos dice que en “en todo momento la perspectiva Nevski miente”, cayendo la noche y encendiéndose sus faroles para “mostrarlo todo bajo un falso aspecto”. La ciudad como un fantasma crea sus ilusiones, que no son más que las mismas ilusiones proyectadas por sus ciudadanos, de morbosas caretas.





II

“El teniente Pigorov es una gran creación cómica, un monumento de burda arrogancia y vanidad –sexual, de clase, nacional- de la cual su nombre se ha convertido en prototipo ruso”[6], nos dice Berman en su ensayo “Gogol: la calle real y la superreal”. Pigorov es un Don Juan patético, un militar que hace muestras de su poder cuando gusta, al tiempo que se culpa a sí mismo de éstos excesos haciendo contricción: “Todo son vanidades… ¿Qué importa que yo sea teniente?”. De cierta manera, este personaje es una alusión al poder de las fuerzas armadas rusas en un país que tras la derrota de Napoleón se llenó de ínfulas de grandeza. No debemos olvidar que tras la ocupación de Francia (1815-1818) muchos oficiales rusos tuvieran la posibilidad de embriagarse con las exquisiteces de Paris, y más especialmente impregnándose de ideas liberales y radicales a la postura zarista.


Sin embargo, nuestro querido Pigorov, no es un ejemplo de virtud, y menos una muestra de intelectualidad. Es cierto, es amigo de el pintor Pisharev, pero lo concreto es que Gogol no se encarga de explicarnos el por qué de esta unión y, con esto, podemos acotar que el uso de ambos es, en todo sentido, alegórica. El pintor y el militar son disfraces perfectos para que el narrador muestre las dos caras de San Petesburgo; por un lado aquel hombre débil, de carácter romántico, que vende sus cuadros a menor precio de lo debido sólo por los alagos, un artista que no pertenece al medio de las políticas públicas, sino que es un desplazado, y a la vez, un inocente en toda su pureza; por otro, está el teniente, un pícaro y desmedido, un hombre que abusa de su poder y de su rango, y que es capaz de meterse con la esposa de un artesano alemás sin escatimar gastos físicos. El poder y el artista son puestos en paralelo, mostrando de cada cual sus vicios, el uno como la antítesis del otro, como aquella frase que despliega Gogol en el cuento: “Era tan extraña a su rostro y le iba tan mal como la expresión beatífica al usurero o el libro de contabilidad al poeta”.


Pishkarev a pesar de ser “el único personaje genuinamente trágico de toda la obra de Gogol, y aquél al que el autor entrega plenamente su corazón”, como dice Berman, es como la avenida, definitivamente antiromántico. El ensueño de su amor por una dama morena, lo conduce hacia un prostíbulo, o más bien una sala de baile, donde ella es partícipe oficial. Entre un sin número de invitados, todos de las altas planas del estado, el pintor se cuela entre ellos para encontrarla y esperar que ella confiese su secreto. En primer lugar, el ensueño primigeniamente romántico decae por el hecho grotesco que situa el autor, de trasformar la imaginería caballeresca muy de moda en las novelas de la época, en su pleno patetismo, cambiándola por una completamente moderna, es decir, aquella casa de divertimento a la que también aludió Baudelaire en su obra y de la que teorizó Walter Benjamin, al referirse a la prostituta como un efecto de la capitalización del cuerpo humano.


Sólo queda para nuestro pobre Pishkarev el desencanto, del que se retrae para buscar a su amada mediante grandes dosis de opio y así recobrarla en sus sueños, que finalmente lo llevan a la muerte. Inconsciente, Gogol, pone de plano una actitud típica de los poetas románticos, como el consumo de opio (que nos recuerdan a Nerval y al mismo Baudelaire) y lo reposiciona dentro de la fantasmagoría que genera la ciudad de San Petesburgo. En otras palabras, el encanto que produjo la visión de la mujer se vuelve sueño y ese sueño adicción gracias al opio; la mujer que aparece de la ciudad queda finalmente envuelta en la misma neblina de los pantanos de la ciudad, reverberando la frase “Nevski miente”.


En cambio para el teniente el plano de la acción en el cuento es de los más terrestre y picaresco. No deja por eso, como hemos dicho de poseer una inquietante salvedad crítica, pero sin duda, el más afectado ante el monstruo de la avenida es el artista. Pushkin en cambio en su poema “El jinete de bronce” no despega el avance de la fantasmagoría de San Petesburgo sobre el hombre común. Ese sujeto, pequeño y sin mayor incumbencia en la vida público, despojado del poder, sufre las consecuencias de una ciudad edificada por el absolutismo. Perdiéndolo todo en una inundación y luego volviéndose loco y creyendo ser perseguido por la estatua de bronce de Pedro el Grande, Eugene se transforma en un arquetipo más de la Rusia zarista del poder sobre el súbdito, de esas intenciones malogradas de aparentar un despliegue de modernización, que es en sí el retrato de los anónimos que caminan por Nevski.


El pintor se alinea perfectamente con los personajes de los cuentos “La nariz” y “el capote”, en esa misma fantasía delirante que es San Petesburgo y la avenida Nevski, ambas iconografías aplastantes del poder sobre el individuo común, y más dramáticamente sobre Pishkarev y desconección que experimenta en esa imposibilidad de separar el mundo real del sueño. Ya Gogol lo había mencionado en una carta: “Sólo Pushkin me ha comprendido. Decía siempre que nadie ha poseído como yo el don de poner de relieve la trivialidad de la vida, para describir toda la necedad de un hombre mediocre, para hacer fijar la atención de todos los seres infinitamente pequeños que escapan a las miradas de los demás: esa es mi especialidad”[7]. Y esa triviliadad es la que perdura ante nuestra lectura como algo eterno.





NOTAS


[1] Summer, B.H. Historia de Rusia, Fondo de Cultura Económica, México, 1944. Pág. 319.
[2] Vizconde E.M. de Vogué “La literatura rusa”, Biblioteca Internacional de Obras Famosas, Tomo XX, Londres, Buenos Aires, Santiago, 1889.
[3] Berman, Marshall Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2004. Pág. 199.
[4] Baudelaire, Charles Ouvres Complétes, Ed. Gallimard, Paris, 1961. Pág. 1154.
[5] Op. Cit. “La literatura rusa”. Pág. 9741.
[6] Op. Cit. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Pág. 203.
[7] Op. Cit. “La literatura rusa”. Pág. 9741.